El homenaje que la Archidiócesis compostelana dedicó a monseñor Julián Barrio después de tres décadas como arzobispo de Santiago fue un acto cercano y humilde, adjetivos que reiteradamente le dedicaron cuantos recordaron sus vivencias a su lado en estos 30 años: desde sacerdotes a monjas y seglares que coincidieron en señalar que siempre encontraron en el prelado a alguien que apoyó su labor desde la proximidad, con una sonrisa en la cara.
Fue la misma que se dibujó en cuantos llenaban la iglesia de San Martiño Pinario en anécdotas como las narradas por Rubén Aramburu, el primer sacerdote que ordenó Barrio y que hoy ejerce en Bergondo, y que se refirió a él en símil futbolístico como «o noso míster». Fue antes de señalar sobre el próximo arzobispo emérito de Santiago: «Don Julián queda no noso corazón, como todos nós quedamos no seu».
Queda también la obra de su ministerio episcopal, jalonada por hitos como la rehabilitación integral y más ambiciosa de la Catedral compostelana; el traslado de la Oficina del Peregrino a Carretas; o una amplia labor asistencial de mano de Cáritas en que se puso en marcha el centro Vieiro para personas sin hogar.
El arzobispo, que regresará para quedarse a vivir en Santiago en dependencias diocesanas tras una estancia veraniega en su localidad natal de Manganeses de la Polvorosa (Zamora), recibió de la Archidiócesis compostelana un óleo de Manuel Quintana Martelo con su retrato, antes de pronunciar unas palabras interrumpidas en algún momento por los aplausos de los asistentes puestos en pie. Tras subrayar que «es mucho más lo que he recibido que lo que pudiera daros», en una diócesis que lo conformó a él mismo, hizo votos por que monseñor Francisco Prieto reciba el mismo afecto con que él contó: «Os recordaré siempre, y os pido que tampoco me olvidéis a mí», concluyó.
La Voz de Galicia